Uno no sabe por dónde empezar, hay tanto que ver que
no se puede jerarquizar, pero como todas las cosas buenas en esta vida, todo va
surgiendo poco a poco.
No sólo las calles del interior de
la FIL se inundan de gente, por toda la avenida Mariano Otero, sobre la cual se
encuentra la Expo Guadalajara, se ven personas como hormiguitas con gafetes con
la palabra “Expositor”. Desde las nueve menos veinte de la mañana hay
movimiento dentro de la Expo, pero afuera se ve a los trabajadores desayunando
desde antes.
Llegar
al Pabellón del Estado de México resulta gratificante no sólo por la emoción de
ver los libros de uno ya a la venta en el stand, sino por lo ameno que es
reencontrarse con rostros conocidos. Los editores de casas editoriales como
Norte/Sur, Chicome, Amaquemecan, entre otros doce sellos, saludan gustosos y
preguntan ¿cómo estás?, pues no nos veíamos desde la Feria del Libro en el
Palacio de Minería.
Reencontrarse
con colegas escritores es otra de las cosas que se agradece en las ferias, pues
son estas fiestas (y en especial la de Guadalajara, la segunda más grande a
nivel mundial y a la cuál algunos llaman “La fiesta grande de las letras”) del
gremio editorial donde todos nos sentimos congratulados por tener algo en
común: el amor por los libros, por la lectura y por la literatura. Saber que
todos estamos con un mismo ímpetu en Guadalajara es extrapolar que todos
los presentes formamos ya una gran familia de lectores. Volver a conversar con
Juan José Salazar, director general de Amaquemecan y quien fuera mi mentor en
la Universidad, a recibir un cálido abrazo de Óscar de la Borbolla, reafirmar
proyectos y recibir sus felicitaciones por “A hurtadillas”, a escuchar los
poemas de Carl Rimont o a conversar con Lydia Martínez, ambos autores de
Sediento Ediciones.
Ya
el año pasado estuve en esta feria, sin embargo, nada como estar en calidad de autora.
Recibir la confianza y hasta admiración por parte de algunas personas, saber
que están dispuestos a pagar por un trabajo que “a ojo de buen cubero” les
parece atractivo o que al leer algún fragmento quedan atrapados en la lectura. Ver
una pequeña fila de dos o tres personas esperando por ver estampada la firma de
uno en su libro es una sensación que difícilmente puede explicarse, pero que
podría resumir en agradecimiento: con nuestra editorial, Sediento Ediciones,
con Manuel Pérez-Petit, editor, con Irma Martínez Hidalgo, formadora de
nuestros libros, con Teresita Ramírez, mi ilustradora personal, así como
con cada persona que se ha aventurado a
leerme.
Todo
eso es la magia de la FIL, pero sí, aún hay más. Uno no puede andar por las
calles de la FIL (y ni siquiera por las de Guadalajara) sin conocer gente
extraordinaria, y lo digo porque es gente inquieta a la cual no le gusta
permanecer en la parsimonia. Ilustradores, artistas plásticos, escritores,
periodistas (de medios y freelance), narradores orales, editores, músicos,
traductores, en fin, un sinnúmero de personas que convergen ahí con toda la disposición
necesaria para crear. Personas –en su mayoría- sencillas, que saben que la
cultura no es esa cosa que algunos quieren hacer pasar por inalcanzable y
volver elitista, sino que es todo, es nuestra cotidianidad, nuestro día a día.
Este
año fue Israel el invitado de honor y su pabellón no le pidió nada al del año
pasado, el de Chile; por el contrario, la gente corría a tomarse fotos en las
tarimas que se montaron, así como al lado de las luces que emulado flotar
nos hacían leer: ISRAEL. El año próximo se prevé que sea Argentina el país
invitado, así que será, de nueva cuenta, imperdible.
En realidad no sé qué haya sido lo mejor, yo creo que todo.
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